Un mago, un maestro del cambio y las transformaciones. Llegó al poder a finales de 2002 con un carro de vender helados que arrastró por Brasil cuando era niño y con un torno enmohecido que nada más funciona cuando desenvaina su biografía.
Todos los políticos estudian guiones, hacen muecas frente a los espejos y pronuncian sus discursos en salones vacíos, para modular el tono de la voz ante las multitudes. Pero en el caso de Lula da Silva es extraordinario.
Su capacidad deja en ridículo a los ancianos dictadores, siempre en su mismo papel de villanos, y ensombrece a los aficionados a actuar como demócratas y se les cae siempre la pistola en el momento de besar a la muchacha.
Con el brasileño no hay escache. Los estilistas y los peluqueros sólo siguen sus instrucciones. Los bocadillos los escribe y los modifica él mismo al toro, como decían los viejos actores de la radio cuando no se hacían todavía los programas grabados.
No tiene reparos en anunciar, por ejemplo, durante su primera campaña presidencial el más absoluto respeto al Fondo Monetario Internacional y, en 2003, ir a bordar un discurso ante el publico arrobado en el Foro Portoalegre y otro en Davos, también con grandes cosechas de aplausos.
Lula da Silva hace esas transiciones con naturalidad y con una intendencia gestual que produce asombro en una población habituada a seguir, cada noche, el trabajo de las estrellas de las telenovelas.
El presidente de Brasil recorre el continente de abrazo en abrazo. Sale de un bache aquí y deja un parche allá.
Ha comenzado a filmarse una película sobre su vida. Se titula Lula, el hijo de Brasil. Y se habla ya en con fuerza y sin complejos de un nuevo movimiento político en América: el lulismo.
Será difícil hallar la esencia de la actuación de Lula da Silva. Alguien que, al mismo tiempo, aconseja como un padre a Barack Obama, invita a George Busch a pescar truchas y apoya a Hugo Chávez en su decisión de convertirse en el dictador eterno de Venezuela.Raúl Rivero. El Mundo
No hay comentarios:
Publicar un comentario